El gato chiquito está todavía más chiquito ya que pasó por su peluquería de confianza y lo tasquilaron un poquito. Gato con cortecito de pelo (muy necesario, los gatitos deben cuidar esos detalles, y desde enero no se hacía la coiffeure). Lo recortaron y entresacaron y plumerearon... y gatito quedó un muy, muy lindo, decontractée, con (menos) pelito y más corto. ji ji
Aquí le mando algo de lo prometido. Despierte cada sentido, que de eso se trata. Escuche, escuche...
Muchos besos que apenas la rocen, la yema de un dedo que apenas la acaricie, un poco de aliento apenas tibio que se le acerca a la nuca.
X
1. El oído
e questa sera carica d´inverno é ancora nostra
Salvatore Quasimodo
Muy poca luz, imposible admitir la intervención de los que está pasando afuera. Sólo hay una mancha pálida, tendida sobre la cama y un oído atento. Es ella, que cierra los ojos porque no vale la pena permitir la intromisión de la vista. Escucha atentísima los sonidos de una casa conocida pero ajena. Hay crujidos, algo de música, el viento golpea contra cada ventana. Y la espera, intentando desenmarañar, entre tanto sonido, el golpe muelle de esos otros pasos descalzos que rondaban la cama. Ella tendida sobre la cama, ojos casi cerrados y todos los sentidos en alerta, porque ante la falta de luz sólo la puede buscar, a la otra tan esperada, por la levedad de los pies descalzos y por la tibieza que impone su cuerpo al llegar. ¿Cómo va a justificar la proximidad, el roce, el jadeo que se escapa de una boca a la boca de la otra? Desde la cama, el cuerpo de ella se simplifica, se condensa, se disuelve. Ahora ya no hay piel, ni tacto, ni besos. Sólo un gran oído. La otra aparece agigantada en sus sonidos, en esos pasos que la llevan y traen alrededor de la cama en misiones aparentemente sin sentido, de una vanidad que casi podría estallar por sí sola.
Ese ir y venir propio de la vestal que cuida celosa del fuego, la aparente carencia de peso y, sobre todo, la tibieza que se va instalando como tercera en discordia entre las sábanas, le recordaban un pasado cercano, en el que sólo estaba la espera. Cuando ninguna contracción se ofrecía a las manos o a la boca de la otra, sino que sólo había palabras de un aliento entrecortado y cómplice. Palabras que están al acecho, penetran, se dibujan y amplifican entre dos que no se tocan y poco reflejan de la complicidad de la amistad. El tiempo había resuelto ese desajuste provisorio y ahora se enlazaban en la cama como si esto fuera un desafío inevitable. Y yacentes, inventaban la cabalgadura, la carrera, algún paseo que las dejara de pie y expuestas entre la gente, una montaña imponente por escalar, fronteras exigentes que atravesar, riesgos imposibles del camino. Todo desde la intimidad del abrazo protector de todo real.
Acostumbrada ya a la penumbra y a la espera, ella presiente de pronto la figura deseada que atraviesa el vano de la puerta. Los pasos se hacen cada vez más suaves. La otra ronda la cama como el animal a la presa, instala una pálida luminosidad, apenas un reflejo amarillento y reabre los caminos para las palabras. El ritual podría recomenzar en cualquier momento. Ya el oído no se fuerza, sino que naturalmente (¿no había sido desde siempre así?) se instala una conversación en semitonos cálidos. Ella, la otra, no la que yacía traduciendo sonidos a imágenes, sino la que había ido en mitad de la noche hacia algún exterior imperioso, se deja caer en la cama. Ya no sacerdotisas, ni sombras, ni sonidos; ni siquiera observadora y observada, ahora eran nuevamente una y la otra, urgentes y cercanas.
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