¡Buen viaje! Pasálo genialmente bien, hacé miles de fotos y descubrí mil glorias para el cuerpo y el espíritu.
Fue para mí una gratísima sorpresa del destino haberte reencontrado, cosa con la que no contaba ni por la más remota casualidad del mundo. Sos extremadamente generosa al brindar placer. Casi como si te enorgullecieras de mi capacidad disfrute. Logro establecer con vos un cierto aire sacro (no desconcentrar, no interrumpir, pura ofrenda) en cada encuentro que me parece formidable. Me divierten tus códigos, me gusta tu cosa lúdica. Me perturbás gratísimamente el cuerpo, me estimulás la cabeza: de esa manera el combo resulta explosivo. Así la pluma va y dale que va.
Quedan algunos terrenos por explorar y qué bueno que así sea. Me seducen tus juguetes.¿Decías que no nos imaginabas en el cine? Mmmmm, qué poca fe, como si ignoraras las fantasías que abren los otros espacios.¿Querés una muestra? Ahí va un botón. Mejor dicho, una mostacilla. Creo que hasta hay foto del evento...
X / s.w.c (small wild cat)
p.s. parece que la humedad de hoy había alterado mi peinado. Me pregunta I. si me había cortado el pelo... y yo muero de risa al recordar tu performance-coiffeure.
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Por qué no habría que ver Casablanca
¿Situaciones arriesgadas? A ver, a ver... Bien sabés que me gusta el cine y aquí regreso a mi buena y linda Sylvie. En verano solíamos ir a La Villette, donde por la noche había cine “a plein air”. Viajábamos a la tardecita en el metro, rigurosamente envueltas en una manta (el piso no solía ser muy confortable y las noches se ponían más que frescas), muertas de risa y con un cargamento de leetchees que debían durarnos toda la expedición, la película y el regreso a casa. Ya de regreso quedaba el torneo que se planteaba al escupir los carozos... No hay cómo explicarlo, Francia es la capital de la cultura.
Bien, la Villette queda casi en las puertas de París. Desde République hay como media hora de viaje. Muy necesario para ir caldeando los ánimos y disponernos a casi no ver la película en cuestión (vieja, vieja, viejísima, pero como por allí no hay video clubes, todos siguen al rebaño y ven reliquias en el cine). En verano hay luz hasta casi las 9 de la noche. Esa tarde, hicimos la cola, entramos al parque. Decidimos un lugar para echarnos sobre el pasto según normas exigentes: pocos tipos, pocos mirones, pocas familias. Es decir, nos metimos en la zona que nos resultó más “del ambiente”. Cerca de nosotros había un grupo de chilenos que ya estaban tan puestos que no resultaban amenazantes, ni siquiera para ellos mismos.
La noche empezó cerrarse. Maravilloso mirarla acostada panza arriba sobre la manta... cielo muy oscuro de verano y mil estrellas. Pero, problema: si usaba mi manta para acostarme encima, no tendría con qué taparme. Una arquitecta siempre es útil en esos casos que requieren del orden mental y la practicidad. La solución estaba al alcance de la mano: debíamos acostarnos juntas sobre mi manta y compartir la otra (de una aerolínea tailandesa) para taparnos. Siempre estuve dispuesta al sacrificio, por lo tanto acepté. No diría que gustosa... más bien totalmente perturbada por el deseo de “acostarnos” juntas en esa cama improvisada y a la vista de todo el mundo. H. Bogart le decía algo a alguien que no importaba en lo más mínimo. Yo contaba estrellas y procuraba no mirarla. Sólo la sentía, tibia, al costado. Casi no la rozaba, pero podía sentir su calor y alguna cosquilla del vello de su brazo. Yo estaba con mi “uniforme de viaje” de aquella época: una camiseta blanca que ya comenzaba quedarme medio corta por las innumerables lavadas, bombachas de campo beige que me quedaban poco más debajo de la cintura. Me llegaban a la cadera, para decirlo con justicia –insólito en aquella época: toda una pionera en pantalones de tiro bajo-. Completaba el atuendo con algunos collares de mostacillas multicolores. Y ellos fueron la piedra del escándalo. Al levantar una mano y querer acomodarme mejor, enganché una vuelta de uno de los collares y las cuentitas salieron volando por los aires. Sylvie y yo quedamos bañadas de mostacillas. Ella me dijo que no me moviera, que ella se encargaría de juntarlas para que el collar no terminara de desarmarse (Tu reste, laisse moi faire!!). Yo me quedé quietísima, sobre todo al sentir dos de sus dedos en el borde de mi escote (púdico, redondo, blanco) intentando el rescate. La dejé hacer. Cinco ó seis cuentas fueron salvadas. Debajo de mi nuca, enredado con el pelo, continuaba el derrumbe. Después del paso de su mano, siete u ocho mostacillas habían sido rescatadas. ¿Pero quién me rescataba a mí de ese contacto que me llenaba de delectación? El safari de “Save the necklace“ continuaba. La meta era el hueco de la axila derecha. Apenas me rozó el pecho. Claramente se veía una intrusión de cristalitos azules y verdes. Otros, rojos, amarillos y negros corriendo por mi costado hasta llegar a la cintura (descubierta en el abandono de la camiseta traidora).
Sylvie tenía manos fuertes, prácticas, inteligentes. Manos con alguna de la delicadeza propia de la mujer y algo de la simpleza y descuido del adolescente. Manos encantadoras, manos deseables. Tenía la piel muy bronceada. Al menos muy bronceada para la tez de una rubia. Y noté el contraste al ver su dedo índice color dorado intenso contra mi ombligo pálido que venía del invierno austral. Recorrió todo la cintura del pantalón, primero bordeando la tela y luego ajustándose a la línea que hacía de divisoria entre el pespunte y mi piel; más tarde, en una tercera vuelta que me resultó penosa en el deseo más puro, repasó el camino ya hecho, pero debajo de la tela. Imposible seguir en la contemplación del cielo (¡estaba EN el cielo!), la miré y recibí el guiño de un ojo celeste y hermoso: “On continnue?”. Casi se me escapa un “je t´en prie”. Los chilenos gritaban en franco-chileno que Casablanca no quedaba en Africa y que vivachilecarajo. Ni por enterados de la cercanía con el paraíso. La bella pragmática, se apostó contra mí (inmóvil, fascinada) apoyada sobre su codo izquierdo, que le sería operado tres meses más tarde y me daría excusa para viajar nuevamente y cuidarla. En aparente concentración fílmica, tiró de la manta para cubrirnos hasta donde el pudor lo señalaba y sonrió. Ya estaba oscuro y Sam estaba sentado al piano, tocando, as usual.
Pasé uno de mis brazos debajo de la nuca y el otro se lo ofrecí a ella para que apoyara la cabeza. Nadie miraba, todos estaban absortos en la pantalla. Pobres mortales. Sentía el aire tibio que la dejaba sobre mi mejilla. Arrobada como nunca, me relajé. Ella seguía recorriéndome la franja de piel que aparecía entre la camiseta y el pantalón. Después la mano siguió, ambiciosa, hasta el hueso de la cadera. Rozó uno de los bolsillos y jugueteó con los botones. El de la cintura apareció como un desafío de... poco segundos. Luego siguió el otro y el último. El próximo límite era ofrecido por el elástico de mi bikini. Me acercó la boca a la oreja y pidió el permiso reglamentario (“Vous permettez?”). Respondí un ruego y levanté una de las rodillas para que nada moldeara el escándalo. Sentí la palma de su mano que se apoyaba y hacía un poco de presión en los escasos centímetros que quedaban libres por debajo de mi ombligo. Todas mis vísceras agradecieron ese contacto sabio y calculado para no dejarme ya vuelta atrás. Moví un poco las caderas, me acerqué más, di la venia para que la mano siguiera bajando y me acariciara la ingle. Apenas corrió un poco el elástico de la bombacha para poder seguir tocándome. Metáforas acuáticas varias: yo ya era río, cascada, un océano completo. Ingrid Bergman ya se las veía negras. Había que apurar el trámite porque terminaba la película. No hubo ni una palabra. Un dedo discreto y decidido hizo presión donde más convenía y me resultó casi imposible contener el jadeo. Pero la gente ya aplaudía (¿nos aplaudía?). Combiné el acto de sentarme y la última contracción, justo cuando comenzaban los títulos. Mi collar florecía ya por todo el césped de La Villette. Me terminé de incorporar y le dejé un beso distraído en la boca, como al pasar. Al pasar, digo, del cielo a la tierra y viceversa.